La noche en que Manuela Sáenz golpeó al Libertador

El general está enfermo ¿qué tendrá el general?  “Tiene fuerte gripe, va a estar en cama por varios días”. Pasan 2 días, 3 días, 5 días y el general no aparece. Al cabo de una semana Bolívar vuelve con sus soldados; tiene manchas amortiguadas en el cuerpo, cicatrices en la cara y lleva un apósito de gasa en una de sus orejas.

La noche está tibia y Manuelita llega más temprano a la alcoba para su ritual de pasión sexual con el Libertador. Percibe un perfume extraño que la intriga. Bolívar sorprendido se levanta del escritorio para recibirla, a Manuela le parece más pequeño y menos apuesto. Entonces irrumpe en la alcoba el encanto  seductor del general. “Hoy está más hermosa que nunca mi señora. Soy afortunado de saber que tanta belleza es toda mía”. Llueven palabras y halagos disparados por el experto en el arte de amar. Los labios de fuego del amante rozan los ojos inmensos de la dama; se engolosinan con la boca, los pechos robustos, las caderas inmensas, los muslos tersos. Las manos  hambrientas  se deslizan  por la geografía tibia de Manuela que tiembla de placer hasta que los dedos se enredan en el pelo azabache y lo tiemplan con arrebato delirante. Los enamorados se absorben el aliento y se entregan  al huracán de orgasmos que los zarandea con furia. Quedan exhaustos. El amor agota.

Bolívar duerme extenuado, entretanto las manos de Manuela hurgan en la cama y encuentran un arete de plata fina debajo de las sábanas. Y la ola de pasión que envolvió hace minutos a la fierecilla indómita  se convierte en tsunami cayendo con furor sobre el amante desleal. Quisiera arrancarle los ojos que le embrujaron hace pocas semanas y ahora dormitan sobre la almohada. Comprime las uñas y las convierte en cuchillos que rasgan el pecho, el cuello, la cara; los dientes turbios se hincan sobre una oreja, los labios, el pecho, el vientre deslizándose hacia abajo con intenciones mutiladoras. Bolívar solo atina a poner los brazos como escudo. Jadeante y sudorosa, Manuela se remuerde ante la inercia del varón, se incorpora con la boca ensangrentada y se viste con atropellada torpeza. La tormenta, rápida y violenta, deja temblores de tinta escarlata  en  las sábanas y el aire.  La dama lanza el arete sobre el cuerpo del  hombre turbado antes de abandonar la alcoba maldita: “Ninguna perra volverá a dormir con usted en mi cama”.                                                

Los edecanes encuentran al general cubierto de sangre, herido, adolorido. Y muy afligido, más que por las dolencias físicas  por el silencio con que Manuela le sigue castigando. Desesperado, le ha escrito diez cartas durante todo el día, que expresan la aflicción que le atormenta: “Nunca después de una batalla encontré un hombre tan maltratado y maltrecho como yo mismo me hallo ahora, y sin el auxilio de usted. ¿Quisiera usted ceder en su enojo y darme una oportunidad para explicárselo?”… “Mi deseo es que usted no deje a este su hombre por tan pequeña e insignificante cosa. Líbreme usted misma de mi pecado, conviniendo conmigo en que hay que superarlo. Vengó ya usted su furia en mi humanidad”. El héroe imbatible suplica, se rinde ante la mujer que ha alterado su vida. Ella regresa en la noche y al encontrarlo atribulado, cubierto de vendas la cara y el cuerpo,  también cede su orgullo. Los dos saben que el amor tiene razones que la razón no entiende.

Bolívar aprendió a tener cuidado con las “perras que metía en su cama” pero siguió siendo infiel  a Manuela. A las otras las conquistaba y abandonaba, a ella le ha dejado invadir su corazón y sus sentidos. Estaba absorbido por el  amor fogoso que encendía la “adorable loca” cuando se entregaba a la pasión y por la firmeza que ponía para protegerlo de sus enemigos. Manuela lo amó con devoción, fue fiel y leal con su héroe hasta después de su muerte. “Desde el primer encuentro mi vida le perteneció para siempre”… “Vivo lo amé y muerto lo venero”. No les importaba ser pareja perfecta, les bastaba con la obsesión que les envolvía. Sus encuentros eran tormentosos y pasionales; les juntaba, quizá, una suerte de atracción fatal.  Hace más de 200 años ellos escenificaron este albazo tradicional que se canta en el Ecuador: “Ni contigo ni sin ti… / Pasar esta vida quiero… / Contigo porque me matas… / Y sin ti porque me muero…”.

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